Hace muchos años pasé una depresión por ansiedad increiblemente fuerte. Fue el resultado de ir aplazando la resolución de mis problemas en mi relación con los demás. Aunque tenía que ver antes que nada con la relación conmigo mismo.
Los profesionales de la salud mental supongo que tienen sus teorías de por qué se pueden dar situaciones de tal angustia, en el seno de una familia. Cuando aparentemente a mi familia no le pasaba nada...
Pero yo tan sólo puedo dejar mi descripción. Y es sólo eso, una descripción, no pretendo ser exaustivo. Todo lo contrario, tan solo pretendo reflejar la angustia sentida, en un momento determinado de mi vida. Cuando se presentan de repente, sin posibilidad de hacer frente o solucionarlos, problemas que cogidos a una edad más temprana hubiesen ahorrado mucho sufrimiento.
No voy a defender que haya que tratar entre algodones a nadie, para que no se rompa. En realidad es lo contrario. Cada persona tiene su momento para resolver lo que trae su vida. Si mi entorno no supo detectar a tiempo que yo tenía determinadas carencias, o no tenían conocimiento para establecer un diálogo que me ayudase a exortizar mis demonios.
No pasa nada. La vida antes o después me ha dado la oportunidad de que estos demonios salgan para ser llevados a la luz. Las cosas simplemente suceden y la responsabilidad está, en última instancia, en las propias manos.
Pasé una depresión fortísima.
Durante toda mi vida me sentí frágil, vulnerable. Sentía que no
podía moverme o hablar como los otros niños. Ellos lo hacían todo
muy deprisa, con facilidad. Sabían jugar.
Yo por mi parte permanecía a un lado,
mirando, observando. Sin entender cómo podían hacer todas esas
cosas. Y me decía que un día, cuando yo fuera mayor, podría hacer
todas esas cosas. Incluso que sería mucho mejor que ellos.
Pero de momento lo único que podía
hacer era jugar a sólas. Yo no podía ir tan rápido como ellos.
Cuando estaba con ellos tan solo podía sentirme deprimido. Porque yo
no podía moverme así.
Pasó el tiempo y yo seguí
sintiéndome menos que los demás. Envidiaba cosas simples, gestos
simples. Que ellos podían hacer sin esfuerzo, con naturalidad; y que
a mí me costaba horrores, me hacía sentir raro, expuesto.
Cosas como la amistad, el
compañerismo. El compartir y el jugar. Yo los veía como proezas
difíciles de alcanzar.
Por otro lado yo podía entender
fácilmente. Se me daba bien comprender cosas. No era buen
estudiante; siempre estudiaba el último día, bajo la presión "de
que no podía suspender". En las clases había orden. Y se me
daban bien.
Yo todavía quería ser mejor que los
demás, para compensar; porque en las cosas más simples me
superaban. Tal vez yo tuviese que destacar en cosas elevadas. ¿Por
qué no podía estudiar más que el último día?
Pasaron muchos años y yo aguanté.
Tuve mis compensaciones. A veces he pensado que me tenía que
conformar con las migajas de amistad que caían de la mesa.
Pero esas migajas fueron suficientes
para conservarme con vida. Aunque algunos amigos venían, yo sentía
que en mi fuero interno, no podía corresponder como merecían.
Yo seguía sin expresar lo que me
pasaba. Mirando y observando a los demás, con secreta envidia,
gestos, vida. Escondido tras los estudios y con miedo de aparentar no
ser como mis padres querían. Porque yo aparentaba. Aparentaba ser
mejor. Aunque por dentro sabía que no.
Recuerdo el último curso de la e.g.b.
Lo que sería primaria. Mis catorce años, en una edad limítrofe
entre ser niño y ser hombre.
Caminando del colegio a casa. Sólo.
Sin tocar ni ser tocado. Sin hablar ni ser hablado. A mí me parecía
que sin ser visto. Aunque yo sí veía. Sólo.
Mi mundo se fue escindiendo en dos.
Una parte oscura y otra clara. Pero la clara era de cara a la
galería. Tal vez ahora creo que mis oscuridades fueron más
auténticas. Pero en aquel entonces, yo me negaba a verlas.
Tuve que cumplir los dieciocho para
atreverme a pensar que había otra cosa. Un poder salir a la calle y
caminar, sin miedo. El poder estar con otra gente, estando un poco
más relajado... Cosas simples. Como las que envidiaba de niño.
Pensé que podía tenerlas.
Pero no. Hice deporte. Corrí. Hice
pesas. Yoga. Meditación. Cualquier cosa era buena para buscar la
paz. Un poco de tranquilidad en un alma, la mía, que se había
dedicado a la evasión. Ahora tomaba el ejercicio como modo de
afrontar, de encontrar.
Estaba ya en el segundo ciclo de una
formación profesional. Para el último curso, por cuestiones de
economía de tiempo, elegí la meditación como principal método
para calmarme.
Meditaba una hora diaria. Estaba en
plena meditación. En silencio, rodeado de una cúpula que formaba mi
cielo interno. Cuando un solo pensamiento apareció desde lo alto.
Intenté desapegarme, pero el pensamiento se acercaba, inexorable. Descendiendo sobre mí.
Como un negro pájaro de mal agüero
ese pensamiento chocó conmigo. El Santo Remordimiento entró en mi
vida. Mi vida escindida, la clara y la oscura, tomaron contacto. Lo
que no quise ver hasta entonces quedó expuesto a mi vista.
El choque fue tremendo. De mi posición
de loto pasé a caer al suelo, cogiéndome con las manos. Mis dos
vidas separadas se habían conocido. El Terror.
Como pude me levanté y huí al
servicio, con desesperación, muerto de miedo. Desde niño no había
rezado nunca; no sabía si sabría recordar las palabras. Pero esos
antigüos rezos acudieron a mi boca, fluyendo en mi auxilio.
Recé para que se pasase el terror. El velo de la mentira había caído para mostrar una Verdad que no podía asumir. El
tiempo del Santo Remordimiento empezó. La Gran Depresión había
llegado. Me vi, me reconocí. Y yo no era quien creía. La autoimagen había empezado a caer con un gran miedo.
La brecha que se abrió no hizo más que iniciar. Durante años fui llevado por las circunstancias de la enfermedad. Abandoné por la fuerza la imágen que tenía de mí mismo, en un periplo de enfermedad, pasando por la gran depresión y a través de la catatonia.
La enfermedad que hasta entonces había estado latente, se presentó ante mí.
La brecha que se abrió no hizo más que iniciar. Durante años fui llevado por las circunstancias de la enfermedad. Abandoné por la fuerza la imágen que tenía de mí mismo, en un periplo de enfermedad, pasando por la gran depresión y a través de la catatonia.
La enfermedad que hasta entonces había estado latente, se presentó ante mí.